Por Roberto Frangella, el arquitecto descalzo
Todo comenzó una tardecita en que yo recorría la obra al final de la jornada. Sin darme cuenta tenía la manito de Luisita en la mía acompañándome. Seguimos caminando por un pasillo entre andamios y paredes creciendo desde los cimientos, sin intercambiar palabras.
“Vos sos muy distinto a nosotros”, dijo repentinamente. “Tus manos son blancas, suaves y las de mi papá son rugosas y oscuras”, y así volvimos al silencio. Silencio en el que dimensioné todo el alcancé de esa observación certera. Mis manos siempre cuidadas de cualquier excesivo esfuerzo. Mis manos siempre acostumbradas a moverse en el aire y explicar mis creaciones y proyectos. Mis manos limpias dibujando planos, muy enguantadas en el invierno o nadando pileteadas en el verano. En cambio, las manos de su papá, acostumbradas desde chico a trabajos rudos, ayudando en el hogar. Manos que trabajaron desde la infancia para parar la olla. Manos de albañil, de changador, carpintero, pocero, cartonero, al servicio de la supervivencia cotidiana. Manos agrietadas por el trabajo y el frío de las madrugadas.

Luisita tiene razón, en las manos de un albañil y de un arquitecto se concretan las diferencias entre uno y otro y lo que es más triste es el valor que les da la sociedad a unas y otras. La labor de mis manos privilegiadas tiene una remuneración y estatus codiciado. La labor de las manos de su papá apenas alcanza para sobrevivir y pocos se enorgullecen de las habilidades que puedan hacer. Misteriosamente hay un hilo que llevó la mano de Luisita hacia la mía. ¿Será un signo de esperanza, un camino hacia la justicia? Creamos que si…