Por Roberto Frangella, el arquitecto descalzo
He leído un libro muy hermoso donde Jhon Berger analiza la realidad de un médico rural de la campiña inglesa. La búsqueda del sentido de su vida a través de su vocación de sanador me motiva esta introspección del espíritu. Trataré de relatar las peripecias de mi arquitecto conurbano, siempre tratando de entender lo misterioso y lo inalcanzable.
El arquitecto, ese intelectual convencido de sus clarividencias, intransigente tantas veces con las costumbres comunes. Ese hombre un tanto vanidoso dispuesto a imponer sus maneras y sus gustos arrasadoramente. Ese profesional formado para un mundo ideal de abundancias, con todo tipo de recursos, jugando a una vida donde todo está en orden. Y por lo tanto, nos necesitan para un proyecto innovador, moderno, costoso, a veces derrochador y no esencial. Un ser humano que cruza rápidamente el conurbano cuando va camino a sus vacaciones, mirando lo menos posible a su alrededor. Esta sociedad capitalista necesita de ese arquitecto para mimar sus vidas y para hacer buenos negocios en base a la plusvalía intelectual de nuestro trabajo profesional. Por una gracia de Dios o de los misterios de la vida, me acerqué a las cooperativas de autoconstrucción con todo este bagaje de mi condicionadora formación.
Tendría poco más de 30 años y me ha llevado toda una vida ser capaz de tener un oído atento a la verdadera realidad de nuestros pueblo. Años de desandar creencias, costumbres, privilegios, derechos no merecidos, verdades falsas, para sentirme uno más entre la mayoría excluida. Un día conocí a Luisita, una niña de 7 u 8 años con la cual amigamos muchas charlas, caminado entre las obras, donde ella era la maestra adulta y yo el arquitecto inmaduro… y así se me fueron abriendo los ojos, de lo visible y el corazón, de lo invisible.