Por Roberto Frangella, el arquitecto descalzo
Después de un año encerrado en casa o a lo sumo la manzana de mi barrio, gozar
de unos días de vacaciones ilusiona muchísimo. Ruta 3, hacia donde el paisaje
se aplana hasta el infinito. Ver tanto verde, montes arbolados, animales
pastando, algún molino, por allí un gaucho a caballo en su tranquera asomado al
camino. Ya el alma se va aligerando y al mismo tiempo mis 78 años se van
rejuveneciendo. Mientras manejo, imagino, sueño, proyecto y se van despertando
las ganas de gozar. Sin duda, es la energía de la naturaleza, esa fuerza creadora
que nos remite a una pertenencia universal. El inconmensurable horizonte
circular de la pampa húmeda, la bóveda celeste que lo contiene, las largas
sombras que se producen sin recortes, el movimiento del sol contemplado en el
total de su recorrido, nos conducen a la existencia de la Tierra suspendida en
el espacio sideral. Sin duda, el haber construido ciudades tan abigarradas
espacialmente y tan soberbias en sus torres sin límites, nos ha hecho habitantes
sin la alegría de vivir nuestro destino de hombres plenos. Fraternos y
constructores de la armonía como la del concierto universal. Al no escuchar la
música mágica de la naturaleza, al no asombrarnos cada día con el nuevo
amanecer, al no poder contemplar el cielo rojo del atardecer, en alguna medida
hemos perdido el rumbo y así nos cegamos haciéndonos mal unos a otros. El
equilibrio, el respeto por los tesoros recibidos, su cuidado y especialmente el
bien de todos, el bien común.
Después de unos días vividos día y noche bajo
las estrellas, a plena naturaleza me parece que los vientos constantes del sur han
borrado algunos años de mi edad y emprendo el camino de regreso, de nuevo al
volante, soy ahora un hombre más sabio y de unos 20 años menos.