Por Roberto Frangella (el arquitecto descalzo)
A mediados del año 2019 presencié una toma de tierras en el sur de la provincia de Buenos Aires. Cantidad enorme de familias de todo tipo, algunas de padres e hijos, otras de madres solas con hijos. Una gesta de la precariedad habitacional, una epopeya de la exclusión social y una admirable valentía para sobrevivir y resignarse con la casi nada que les ofrece la Argentina. Lo más sorprendente eran las viviendas que se levantaban, alguien vendía y proveía de maderas de pallets. Cada pallet costaba 30 pesos y el total de una casilla de 2,80 por 2,80 salía 1000 pesos en madera. Algo increíble a los ojos de la clase media, pero un dinero seguro importante para estos bolsillos tan desprovistos. Entre vecinos solidariamente habían hecho como una «Empresita constructora » de casillas. Mi atención, en medio de esta dolorosa realidad, se centró en una madre sola con tres o cuatro pibes que estaba feliz con su nueva casa, como si no pudiera esperar más de la vida.
Valor, resignación, entereza, ingenio y mucha ilusión, eran actitudes y conductas que flotaban en aquel atardecer de julio cuando caía una noche fría de invierno. Y el nuevo barrio, sin cloacas, sin agua, sin luz, se disponía a recogerse al abrigo de estas casillas que alternaban tablas y rendijas como todo confort alcanzado por la arquitectura, mientras que los arquitectos, los políticos y toda la sociedad se dormía al confortable abrigo de su artificial calefacción.